El lugar en cuestión, recurrente para mí en los últimos años, no tiene mucho de especial a priori. Pero lo tiene. Los ojos no experimentados, las personas que no sean de la zona, los que no conozcan al dueño o a algún pariente, los que nunca hayan tenido que visitar (por motivos de trabajo, desde luego) el escenario protagonista de este post, no encontrarán diferencia alguna entre ese pedazo de terruño de cualquier otro de los muchos que le rodean.
Al aire libre se halla, pues, ese enclave en particular. Fijándote con atención, comienzas a adivinar algunas diferencias apreciables en comparación con los aledaños. La finca es grande. Muy grande. En el gremio se la conoce como “la de las ochenta”, en clara referencia a su aproximada extensión, dicha esta en hectáreas. Otras detalles la diferencian. No es extraño que se encuentren variadas construcciones en otras fincas de la comarca, siendo las habituales naves de ganado o destinadas a la guarda de aperos y maquinaria. Alguna de ellas está destinada a vivienda habitual, aunque es esto infrecuente. Pero en la finca había construcciones de los tres tipos.
La primera vez que escuché hablar de ella, comprendí que ya la conocía. Había estado trabajando relativamente cerca, y en el mismo sector, al mismo tiempo que la amueblaban. Así es como se denomina al proceso de montaje de tuberías subterráneas, sistemas de hidroválvulas y sistemas de aspersión final, así como el aparataje eléctrico que demande la instalación. Como impresión inicial, me llamó la atención la elevada duración del proceso. Nada más.
Hasta que cambié de empresa, y, en mi papel de maquinista, me tocó ir varias veces a arreglar averías. Con el tiempo, me fui enterando del caótico sistema de montaje que tenía instalado, muy diferente a como lo hacen el resto de empresas. Las averías, pequeñas pero molestas en su mayoría, se prolongaron durante años. Mi hermano, también maquinista, también la visitó varias veces.
Lo más heavy, y mi recuerdo más potente, sucedió hará unos cinco años, quizás seis. Os sitúo. Llaman a mi jefe. Hay que ir a la de las ochenta. Hay varias averías en diferentes puntos de la finca y tienen que quedar arreglados en el día, pues el agricultor ha perdido el riego del día (cuesta mucho dinero tirar el agua, y también no tirarla) y tiene otro programado para el día siguiente. Volamos con nuestro pequeño camión y nuestra miniretro, un gracioso (y tremendamente útil) conglomerado de hierros y plásticos rojos y negros, dotado de pequeñas orugas plásticas, y llegamos a la finca.
Sopla el aire. Mucho. Durante la descarga de la máquina, comienza a llover. Ráfagas de aire que convierten las gotas de agua en pequeños proyectiles que me golpean en los ojos. Duele. En la radio, durante el trayecto, hablaban de ciclogénesis explosiva. Es la única vez que he vivido algo similar en mis carnes.
Durante las siete u ocho horas que soportamos los que allí estuvimos, este que os escribe, a bordo de una maquinita que solo tenía un trozo de chapa por techo y ninguna protección lateral (puse unos gruesos cartones que, literalmente, duraron quince minutos), hubo un momento mágico. Lo que sería la guinda. Tras cinco horas trabajando en un lateral de la parcela, me señalaron las lejanas naves. Estaban casi a un kilómetro.
-¿Ves los edificios? -me dijo Emilio. Se llamaba Emilio.
-Sí -respondí, temiéndome lo peor.
-La siguiente avería está unos cuatrocientos metros por la parte de atrás. Nos vemos en un rato.
Dicho esto, él y sus hombres se montaron en la furgoneta. Yo tiré de la diminuta palanca del acelerador, y maniobré para comenzar la andadura. Las lágrimas me impedían ver, a pesar de haberme subido el cuello del abrigo hasta la frente. La velocidad máxima de una miniretro, desplazándose por un terreno húmedo/mojado y lleno de piedras, tirando por lo alto, puede ser de unos dos a tres kilómetros por hora. Siempre que no te atolles (lo hice, varias veces). Y siempre que una de las orugas no presente una manifiesta menor potencia de lo normal (sí, ocurría).
Fueron, probablemente, los setenta y ocho minutos más brutales que recuerdo, en cuestión de temporales.
Hoy estuve en la finca. Día soleado, ni pizca de aire. Tiene sembrada remolacha. Y he solucionado una pequeña incidencia que tenía. Cuando la dejaba atrás, volví a añorarle. Pasa el tiempo, y no mola. Puñetera mierda.
Gerardo M.C.